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La Vida Nueva | Newsletter #1

NOSOTRAS, LAS DE ENTONCES,

YA NO SOMOS LAS MISMAS

POR DOLORES GIL

Nosotras, la d entonces, ya no somos las mismas

Louis C.K., el innombrable, se alzó como el ave Fénix y volvieron a circular, esta vez en redes sociales, algunos fragmentos de sus últimos espectáculos de stand-up. Mi amiga V. me mandó uno por TikTok: ya sé, es un plomo glosar un chiste, pero en síntesis Louis dice que le encanta tener 52 años porque no le queda demasiado tiempo para vivir. Cuanta más vida hay por delante, más difícil todo.

Si hay algo que Louis C.K. hace bien es manejar los crescendos, terminar los chistes con un disparo en el corazón de la biempensancia, justo donde la moral actual se espanta. Cito medio de memoria el remate: “No necesito encontrar a la mujer que esté conmigo para siempre. Lo único que necesito es una seguidilla de novias hasta que me muera. Tres mujeres de 40 para pasar los 50, dos de 50 para pasar los 60 y, a partir de los 75, solo chicas de 21 años. Ella se quedaría con el resto de mi dinero y a cambio me tiene que chupar la p*ja hasta el final. Esa es la oferta”. 

Imposible no reírse de este chiste, porque contiene, en su exageración, una verdad que todas reconocemos. Después de los 40, muchas aspiramos a tener una pareja lo suficientemente mayor que nosotras (pero no tanto) como para seguir siendo jóvenes en comparación. Para ellos, tener novias diez años más jóvenes es una suerte de medalla, un trofeo de su masculinidad en declive. Win-win. 

Últimamente pienso mucho en lo que significa ser una señora. Yo, que estoy por cumplir 42, siento todo lo contrario que Louis: quiero vivir hasta los 100, aunque me angustie pensar cómo me voy a mantener hasta la vejez. Al mismo tiempo, por primera vez en la vida, soy la única responsable de mí misma. Estoy dejando atrás la tormenta de la crisis de los 40 y llegando a las playas suaves de la mediana edad. 

En estas playas, básicamente, ya no te importan las mismas cosas, estás más tranquila, más acomodada profesionalmente, más estable en los sentimientos. La contracara es una suerte de melancolía que las envuelve, como una neblina espesa al amanecer. En la mediana edad, cada vez que te mirás al espejo te estirás un poquito la cara para ver el daño que el tiempo está operando en pos de su derretimiento, imaginás su posible reparación y ya no hay vuelta atrás para este gesto. Lo harás el resto de tu vida. El cuerpo pide atención. Los hijos crecen a la velocidad de la luz y ese es un duelo del que nadie te había prevenido. Hay que reinventarse otra vez.

En mis playas de la mediana edad ahora hay hobbies de señora: leí que es bueno para el cerebro aprender habilidades nuevas, desafiantes, y quise aprender a tejer. La escuela de YouTube me ofreció miles de tutoriales y me volví un poco adicta. Paso horas tejiendo y pensando, en un estado profundo de meditación, un estado no ansioso del pensamiento. Tejiendo y destejiendo, como Penélope, porque es una tarea sencilla pero no fácil: cuesta trabajo entrar en ritmo, agarrarle la mano al punto, lograr la uniformidad, que los errores sean cada vez menos, que no se noten. No quiero caer en la tentación etimológica, la del texto, pero estoy aprendiendo muchas cosas mientras aprendo a tejer: a perseverar, a ser más prolija y consistente, a no estar siempre proyectada en el futuro, a empezar de nuevo si no me sale. Todas cosas que debería aplicar a mi escritura.

Desde que empecé a tejer noto cosas que antes no veía: el mundo está hecho de tramas. El tejido es un lenguaje y un labour of love: es imposible cuantificar su valor. Se teje porque se ama, se teje para contener, para abrazar los cuerpos, para darles calor. Se teje para hacer funcionar los hogares y todas las cosas que tienen que ver con la reproducción de la vida.

 

Siempre me llamó la atención la palabra spinster. A woman who is not married, especially a woman who is no longer young and seems unlikely ever to marry, dice el diccionario de Cambridge. Pero las spinsters, o solteronas, eran tradicionalmente las mujeres que se dedicaban a hilar la lana. Una parte fundamental de la sociedad: la que crea la red, la que hace el hilo. Hilo para las velas de una embarcación, para la ropa de los obreros y los reyes; para las sábanas, los brocados y terciopelos de los salones; hilo para los pañales de los bebés y los repasadores por donde se cuela el suero de la leche cuando se hace el queso. 

Ser hilanderas era una ocupación que les proveía a estas mujeres independencia económica y una vida liberada de la obligación de atender a un marido y a unos hijos a cambio de nada. A partir del siglo XIX, una spinster también era una mujer que había decidido no casarse. Hilanderas y rebeldes. Me gusta esta etimología.

En mi afán de encontrar algunas fuentes, di con una en Twitter muy graciosa. En 1889, la revista británica Tit-Bits llamó a contestar la pregunta: Why Am I a Spinster? (¿Por qué soy solterona?) y ofrecía premios a las mejores respuestas. La ganadora: “Porque tengo la posibilidad de elegir otras profesiones en las que se trabaja menos horas, la tarea es más agradable y probablemente se paga mucho mejor”. 

Mientras tejo, como no puedo leer ni mirar el celular, escucho podcasts. Empecé con el de Julia Louis-Dreyfus, que entrevista mujeres icónicas que han pasado la barrera de los 70: Wiser Than Me. Escuché el episodio de Jane Fonda, el de Fran Lebowitz, el de Amy Tan y el de Isabel Allende. Isabel es una señora súper sabia, que a pesar de vivir en Estados Unidos hace más de 40 años sigue conservando su acento chileno para hablar inglés, lo que me parece una preciosidad. Isabel (que vendió más de 75 millones de libros, lo que la convierte en una de las escritoras más leídas del mundo) cuenta que en la vejez encontró por fin la libertad, que si tuviera que darle un consejo a su yo de 40 le diría calmate un poco, que a lo largo de la vida vivimos sucesivas reencarnaciones. Nosotras, las de entonces, ya no somos las mismas. Isabel volvió a casarse a los 77 y ahora, con 80, sigue disfrutando del sexo, siempre y cuando esté un poco drogada con gomitas de marihuana. Jane, en cambio, confiesa que ya no puede dejar que la vean desnuda. La belleza es una calamidad, tanto si se posee como si no: todas las que pasamos los 40 lo sabemos.

*

“Estoy harta del futuro. Saturada del futuro. No quiero tener nada que ver con el futuro; no lo quiero cerca de mí”. Así empieza Delfos de Clare Pollard. Es una novela sobre la cuarentena por Covid, una novela estructurada según las diferentes formas de la adivinación del mundo clásico: oniromancia, augurios, lectura de entrañas, todo el catálogo que ponían en práctica los antiguos para conocer su destino, que la narradora investiga para tender lazos con el presente de su crisis de mediana edad en el nuevo orden del mundo colapsado por el virus. 

Pero la frase que más me impactó fue esta:

En el parto comienza el duelo.

Es una idea que persigo hace tiempo y que sin embargo no había podido poner en palabras. El duelo empieza con el título que se nos ofrece en la sala de partos: mamá. Había coqueteado con variaciones, como esta: Ser madre es despegarse paulatinamente del cuerpo del hijo, un poquito más cada día, hasta que se convierta en un extraño. Pero Pollard lo dijo mucho mejor. 

Leo Delfos mientras pispeo la clase de natación de mi hijo desde atrás de un vidrio. Cada tanto me busca con la mirada y me saluda, yo le hago un pulgar para arriba y él vuelve a lo suyo: atravesamos la distancia con los gestos del amor. Que esté aprendiendo a nadar me parece casi un milagro. Primero, porque aparta de mí el terror al ahogamiento; segundo, porque hace dos o tres años que intento, todos los veranos, que se anime a sumergirse, que se suelte y disfrute, con escasísimos resultados. En enero logré que hiciera perrito, pero ahora, a través de la ventana empañada del natatorio, veo que mete la cabeza en el agua, sin taparse la nariz con los dedos, que hace la plancha, que patalea hasta la profesora y la abraza, y un poco me emociona y me alivia: para que aprendan, a los hijos hay que ofrecerlos al mundo. Ese es el verdadero duelo que empieza en el parto. Entregarlos para que se salven de nosotros. Qué quedará en esta playa suave por soltar, me pregunto: un hilo que me ata a él y que de a poco tengo que ir aflojando con las manos. 

Fotografía: Dominique Besanson

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Dolores Gil es licenciada en Letras y periodista. Trabajó como docente de literatura en diversas instituciones. Escribió para Ñ de Clarín, Moda y Belleza de La Nación, Elle, L'Officiel, Anfibia y fue redactora de la edición argentina de Harper's Bazaar. En 2021 publicó Parte de la felicidad por Vinilo.

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